¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Parafraseando a Quevedo, no he de callar, no se debe callar, por más que el miedo nos amenace.

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jueves, octubre 23, 2008

El último verano.

Todos los que estén ya algo vividos tendrán su último verano registrado en la memoria. Habrán tenido ese momento en sus vidas a partir del cual las tragedias de la adolescencia se dejan atrás, se envejecen en la cava de nuestra memoria para convertirse en recuerdos felices. Entre estos momentos, son múltiples las historias vitales que se desarrollan entorno al transcurrir de los ríos de nuestros pueblos. En este pueblo, los ríos entran y salen como plateadas agujas de punto atravesando un ovillo de cálida lana, y la peña Susaron enmarca la silueta de la villa como si en un cuadro estuviera pintada.

A mediados de Agosto de 1950 los dos hermanos andaban entre los diecisiete y los dieciocho años. Como todos los años, estaban pasando los meses de verano en el pueblo con la familia después de haber terminado el colegio en Madrid. Nada más llegar, se cambiaban la ropa de viaje por la de trabajo. Al mayor, Goyo, le tocaba ayudar con la siega. Había que cortar, recoger y guardar la hierva en los bestechos para alimentar al ganado durante el invierno. El pequeño, Joaquín, para todos Kin, trabajaba con el ganado. Se pasaba los días en el monte para cuidar de las vacas que sesteaban por los pastos más altos durante todo el verano, o subía la comida a los paisanos que allí estuvieran guardando el ganado. Para la Virgen de las Nieves, el 5 de Agosto, tenía que estar recogida la hierba, pero luego se recogían los cereales, los guisantes, incluso un pequeño cultivo de lentejas que formarían parte del avituallamiento que llevarían de vuelta a Madrid. También estaban las excursiones al pinar para recoger arándanos, fresitas silvestres o antimoras, como solían llamar por allí al velloso, fragante, y suave, fruto que todo el mundo conoce como frambuesa. Seguramente por aparecer antes que las moras y por aplicar la lógica de la sencillez es por lo que llamaban así al agridulce fruto. En Septiembre se empezaría con la recogida de las hojas de roble y los gamones que se cocerían para dar de comer a los cerdos, la leña para la lumbre de invierno y ya con los primeros fríos, la laboriosa y pesada recogida de la patata. Todo eso quedaba antes de volver a los estudios en Madrid. Aún más, aún quedaban algunas fiestas patronales en los pueblos vecinos; San Bartolomé en Redipollos, San Roque en Solle, San Cipriano en San Cibrian, la romería de Rio Sol. Las fiestas siempre tenían sus bailes, sus juegos de bolos, sus corros de lucha o aluche. La aluche es una especie de lucha grecolatina, los contendientes se agarran de los cinturones de cuero que están obligados a ponerse e intentan tirar al contrario al suelo mediante distintas mañas o llaves. Cada pueblo organizaba su corro de aluche que se celebraba en las eras. Los mozos de los distintos pueblos solían participar, así que no era extraño que los hermanos participaran en alguna que otra. A finales de Agosto además, tenían La Machorra. La reciente tradición de esta fiesta tenía su origen en los pastores de ovejas merinas, que pasaban el verano con sus rebaños en los pastos de invierno de la montaña. Cuando los pastores se preparaban para volver a los campos de Castilla, seleccionaban las ovejas más viejas, las machorras, que no soportarían el viaje de vuelta, y las ofrecían al pueblo como muestra de agradecimiento por haberles acogido durante el verano. Con las machorras se preparaba una gran caldereta para todo el pueblo y las familias se reunían en torno a las mesas.

Esa tarde no tenían labor ni fiesta a la que asistir, así que los hermanos se dedicarían a la actividad que ocupaba su tiempo cada vez que disponían de unas horas libres. Tomaron un camino que sale discretamente del pueblo, y que después de hacer una curva por delante de la última casa del pueblo, encara la peña Susarón, cerro peñascoso guardián del pueblo. El sol calentaba las rocas de la peña de un gris claro. Por el efecto de los rayos dorados del sol y como si no quisiera ser menos, las rocas tomaban un color plateado. Como otras veces, siguieron andando entre los prados verdes dejando atrás las voces del pueblo que cada vez se escuchaban más apagadas por los ruidos de las chicharras y el rumor del río. El olor de los establos era sustituido por el aroma a hierba fresca. El agua corría mansamente por las presas abiertas para regar los prados, donde las cigüeñas, siempre elegantes, esperaban pacientemente a que, huyendo de la inesperada inundación, saltasen; ranas, sapos, culebras, lagartijas o demás bichos suculentos. El sol les calentaba las piernas, la cara y el corazón, mientras la brisa con olor a río les acariciaba, les daba la bienvenida levantándoles el ánimo e infundiéndoles esa sensación de libertad que tanto se veía mermada durante las jornadas de duro trabajo o en casa bajo la severa mirada de su madre y las tías. Mientras recorrían el camino hablan poco, prefiriendo escuchar el sonido de sus propios pasos mientras dejaban su sombra detrás de ellos.

Llegaron a la entrada del cañón por el que discurre el río, justo donde termina el último prado y el agua rebelde es encauzada a través de las portillonas abiertas de los canales, para seguir mansamente hacia los prados. Aquí es donde han de pasar por encima de una portillona y subir por encima de de una roca que se levanta a un par de metros por encima del río, el sol calienta la roca y se sientan uno al lado del otro sobre el musgo seco que les sirve de cojín. Aquí, debajo de una piedra, en un rincón seco, tienen otro de sus escondrijos para el tabaco, uno de tantos a lo largo del río. Se fuman un cigarro malo, de los que raspan las gargantas y queman los pulmones, en aquel tiempo era lo único que había. Sentados observan las truchas en el río, suspendidas en el agua como inmunes a la corriente que afrontan tranquilamente de cara, apenas sin coletear. El olor del río es fresco y relajante, su rumor parece que se va a comer cualquier palabra que se puedan proferir, incluso sus pensamientos.

A partir de aquí, la mayor parte del camino lo recorrerían por el río, pescando truchas a mano tal y como les había enseñado su tío Álvaro. Hacían un atillo con los pantalones y la camisa, metiéndose en el río en calzones. Los dos ya eran unos expertos pescadores y aún en pareja eran mejores. Kin era algo menos habilidoso que su hermano mayor, pero aguantaba mucho mejor el frío del río, podía pasarse largo rato dentro del agua apenas con la nariz y los ojos fuera del agua como un caimán. Goyo tenían algo más de sensibilidad con las manos, pero aguantaba poco el frío, así que de vez en cuando tenían que salir a calentarse en alguna chasca que hicieran al borde del río. En las pozas más profundas Kin se sumergía por uno de los lados para empujar a las truchas hacia los escondrijos que ya conocían. Una vez con las truchas debajo de las piedras, ellos se colocaba a los lados, a veces Kin se encargaba de cerrar las salidas que se encontraban más profundas mientras Goyo palpaba la piedra por el otro lado. La teoría era sencilla pero había que llevarla a cabo con mucho tacto y paciencia, consistía en deslizar muy despacio las manos por debajo de las piedras, donde las truchas se sentían confiadas y seguras. Había que hacer casi como si fuera la corriente del agua tranquila la que guiara las manos flotando, como si los brazos fuesen ramas de salgera llevadas por el río. Con la punta de los dedos se buscaba topar con el cuerpo suave de la trucha, en ese momento es cuando había que tener más paciencia y templanza, aunque el agua helada corriera alrededor del contorno de sus cuerpos y el frío les pinchara como miles de alfileres. Había que mover las manos muy suavemente dibujando bien el contorno de la trucha con las yemas de los dedos, sin hacer ningún movimiento brusco. Tenían que llegar con las manos hasta debajo de la cabeza de la trucha, donde tenía las branquias. Si por impaciencia, se intenta agarrar la trucha por el cuerpo, aunque fuera con ambas manos, lo más fácil es que la trucha, dando un coletazo, saliera volando como una pastilla de jabón. En un momento dado había que meter los dedos por las branquias del pez para que no pudiera escaparse. Si la trucha estaba debajo de una roca se la podía aprisionar contra la misma para que no se escapara, pero los pescadores más finos, como ellos, podían pescarlas aun estando suspendidas tranquilamente debajo de una salguera. Ya eran mayores para hacer aquello de competir a ver quien mea más lejos, pero aún cuando algún rapaz más pequeño del pueblo les acompañaba, hacían la bravuconada de sacarse el miembro de los calzones para utilizarlo a modo de vara de medida con las truchas y desechar las que no “dieran la talla”. En ocasiones, cuando salían de merienda al campo con más chavales y chavalas del pueblo, los dos hermanos, en un alarde de juventud y destreza, se zambullían en los lagos o las pozas y sacaban truchas de a tres, una en cada mano y la tercera en la boca. Todo un espectáculo, claro que también entonces había truchas por todas partes. De todas formas los momentos que disfrutaban más de la pesca eran los que pasaban solos en el río. No necesitaban hablar demasiado, dejaban su mente en blanco, y se concentraban en los movimientos sinuosos de las truchas.

El sendero, a penas abierto gracias al ganado que en ocasiones se escapaba sesteando por el cañón, transcurría a un lado y otro del río. Cada poco había pequeñas playas o claros a través de los que asomarse al río. Había que asomarse despacio, sin hacer ruido ya que las truchas andan muy bien de vista, son muy sensibles a cualquier vibración y en seguida se esconden. Tras un tramo algo cerrado en el que es fácil enredarse en una zarza o pincharse con una aulaga, y durante el cual, el río corre encabritado, se llega a un bosque de hayas, cuyas hojas dejan pasar los rayos del sol de esa manera tan particular. La luz incide sobre la alfombra marrón que forman de hojas secas y ramas, como con multitud de destellos dorados. El río aquí se remansa formando pequeñas piscinas y el musgo y los helechos son de un verde brillante. El río se encabrita otra vez antes de llegar una poza grande, el pozo azul, lo llamaban. Hay un pequeño claro y una roca grande y plana junto al río que siempre esta caliente por el sol. Aquí es donde se detienen, quizás sea su rincón favorito del río. A esas alturas ya tenían unos cuantos kilos de truchas ensartadas por las branquias en ramas de salguera que cortaban en forman de horquilla. Su principal clienta era la estanquera, a la que le vendían o cambiaban por tabaco las truchas que no se escabechaban para comer en casa. Por estas cosas de los pueblos la estanquera era de la familia y también la mujer del guarda que siempre andaba siguiéndoles, aunque nunca tuvo éxito. Era momento de aprovechar los últimos rayos calientes del sol, hacer una hoguera, quitarse los calzones húmedos y asar un par de truchas en la lumbre. Mientras, tumbados en la roca como lagartos, se fumaban un cigarro. Se pusieron a charlar, y entre calada y calada hablaron de la próxima fiesta en alguno de los pueblos vecinos, de la excursión al lago del Ausente que estaban preparando, de aquella trucha enorme que se habían visto en aquella poza, de esa otra chavala asturiana que pasaba con su familia las vacaciones en el pueblo. Hablaron, hablaron y rompieron a reír. Eran felices, se sentían libres, seguros de si mismos y con toda la vida por delante. Tras las risas unos minutos para recuperar el aliento durante los que solo se escuchaba el silencio del río. Entonces Kin tuvo una sensación extraña, como una visión, un vértigo, tuvo la certeza de que ese momento había sido único, que algo había cambiado, y que lo recordaría toda su vida. Recordó entonces a su madre y pensó en que había cosas de las que nunca hablaba con su hermano. Una pregunta le llego a la garganta sin que pudiera salir de su boca, parecía tener volumen y masa propia. No era una pregunta para la que quisiera una respuesta que no conociese. Hacía once años de aquello, el debía tener siete años. Conocía la historia, al menos partes. Le habían llegado retazos de la historia a lo largo de esos años. Tampoco le interesaban los detalles, posiblemente su hermano conocía las mismas historias que él. No, lo que quería era hablarlo con su hermano, sentir que no estaba solo en eso, que estaba acompañado en la misma pena. Tenía la pregunta en la cabeza, cada palabra; “Goyo, ¿cómo murió padre?”. En realidad la pregunta era; “¿Por qué murió padre?”. Pero parecía estúpido preguntar algo que no tiene respuesta. Goyo le saco de sus pensamientos, se levanto y le dijo – “Vamos Kin, que las truchas ya están”. Kin se incorporó perezosamente quedándose sentado sobre la piedra, le echo una última calada al cigarro marca Tritón. Se trago la pesada pregunta junto con la última bocanada de humo y el trago le raspo la garganta más que cualquier otro anterior.

De vuelta al pueblo, Goyo notaba que su hermano estaba tristón, pero suponía que era por que tenía pereza de volver a casa después de haber pasado una tarde tan buena. De todas formas era extraño, Kin siempre estaba alegre y charlatán. Para llegar más rápido, iban atravesando los prados en vez ir por el camino. Ya estaban a media luz e iban saltando las sebes, cercados formados con ramas de salgueras entretejidas, setos vivos que separaban unos prados de otros. Goyo iba delante y después de saltar uno de los últimos sebes escucho un estruendo seguido de un golpe seco contra el suelo y un grito de dolor - “Ahhhhh!!!!”- Al mirar hacia atrás vio a su hermano tirado en el suelo, recostado de lado, con el cuerpo medio recogido mientras se sujetaba el codo de su brazo derecho contra el pecho. – “¿que haces Kin?, ¿Estás gilipollas?”- dijo mientras se inclinaba rápidamente sobre el cuerpo de su hermano. Lo que había pasado es que distraído y pensando en otras cosas como andaba, Kin se había agarrado a una de las ramas que formaban la sebe para ayudarse en el salto. Al impulsarse con demasiada energía y falta de equilibrio la rama cedió, cambio de orientación y el cuerpo de Kin, con todo su peso, giró sobre su brazo que permaneció bloqueado por las ramas dislocándose el codo. Kin se dejo caer sobre el suelo sintiendo un dolor punzante en el brazo. Goyo le aparto el brazo y vio en seguida el estado anormal del codo de su hermano. Sin pensarlo mucho, se sentó de frente al cuerpo echado de Kin, apoyo la planta de su pie derecho en la axila del caído, agarro la muñeca del brazo derecho de su hermano con ambas manos y tiro fuerte. El brazo de Kin sonó como hueco, mientras el codo volvía a su sitio y el dueño del brazo pegaba un alarido de dolor aún más fuerte que el primero. Goyo soltó el brazo de su hermano y Kin volvió a sujetarse el brazo contra su pecho. Los dos se quedaron medio aturdidos sobre la hierba del prado mientras recuperaban la respiración, Kin atontado por el dolor que había experimentado y Goyo pensando en lo que acababa de pasar, ya que la rapidez de los acontecimientos no se lo había permitido. Al cabo de un rato, Kin se incorporo un poco para quedarse sentado, Goyo se acerco para verle el codo que ya estaba hinchado como un melón. – “¿Que tal?, ¿te duele mucho?”- pregunto Goyo. – Ufff – Fue lo único que acertó a decir Kin. – Ya te puedes olvidar del próximo corro de aluche -, dijo Goyo medio en broma. – No me jodas -, dijo Kin todavía con una mueca de dolor en la cara, y entresacando una sonrisa socarrona de la suyas dijo, - si, pero de subir a por las malditas vacas no me libro, no -. Goyo se puso de pie, más tranquilo viendo que su hermano ya empezaba a tener ganas de broma otra vez. – Anda Kin, levanta y vamos antes de que, con todo el fallón que hemos armando, aparezca el guarda y nos pille con todas estas truchas -. Goyo agarro de las axilas a su hermano para levantarlo del suelo. Recogió las truchas del suelo y se dirigieron ya sin más contratiempos a casa.


Después de aquel verano ya no volverían a compartir tanto tiempo, ni momentos tan cercanos. El verano siguiente Goyo estaría cumpliendo el servicio militar. Más adelante ambos recorrerían el mundo. Las vicisitudes de la vida los separarían, los harían encontrarse una y otra vez, experimentando encuentros y desencuentros a lo largo de sus vidas. Tras la adolescencia, llegarían a la madurez y aún más allá. Un día se encontrarían en un hospital. Goyo, llegaría casi ansioso por ver a su hermano, desazón que desaparecería casi al instante de verlo sentado en el butacón de la habitación. A Kin, se le iluminaría la cara al ver a su hermano aparecer por la puerta. No hacen falta palabras afectadas, ni muestras explicitas de cariño, ya se lo han dicho casi todo y lo que no se han dicho ya no merece la pena. Han vivido tanto, se han conocido, olvidado y reencontrado tantas veces ya. Simplemente se relajan, se tranquilizan y les reconforta saber el uno del otro. - ¿Como andas? – Pregunta el recién llegado.- Pues ya ves – contesta el convaleciente, tras lo cual relata lo acontecido en los últimos días. Como no puede ser de otra forma, Kin remata el relato con un chascarrillo en tono de broma y una sonrisa socarrona marca de la casa, - Cuando leí “Oncología” me dije, ¡vaya! ahora mi hermano se va ha pensar que me las he arreglado para apuntarme a la “fiesta” por envidia -.

Como aquel día de vuelta a casa después de toda una jornada con sorpresas, tristezas y alegrías, Goyo fue por delante. Paso la collada como dicen en el pueblo. Se adelanto a su hermano para entrar en este mundo y se adelanto a su hermano para salir de él. Kin despidió a su hermano serenamente, con pocas palabras. Goyo fue enterrado en el pueblo, frente a la peña que tantas veces los cubrió con su sombra. Días después, de vuelta en Madrid, me encontré a Kin, solo, sentado en un tocón alto, los brazos estirados, las manos sobre las rodillas, la cabeza baja, un mechón de pelo blanco sobre el pentagrama que forman las arrugas en su frente. Miraba hacia el suelo, con la vista perdida, con esos ojos que un día fueron azules y hoy son casi grises. - ¿que haces?, ¿en que piensas? – le pregunte. – En nada, en cosas de mi vida -, me dijo y después respiro profundamente. – Han sido momentos buenos y malos - , continuo diciéndome, - pero es que han pasado setenta años y es un hermano -. No pude más que poner mi mano sobre la suya que seguía apoyada sobre su rodilla. Le agarre la mano en el intento de trasmitirle algo de mi energía y recibir algo de su calor. Tras unos minutos en silencio tenia ganas de decirle que me contara otra vez alguna de esas historias, pero solo acerté a decirle – Vamos papa, volvamos a casa -.

A las cinco de la tarde

Un inmortal haciendo inmortal a otro inmortal:

Enrique Sanchez Mesnchez Mejías