¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Parafraseando a Quevedo, no he de callar, no se debe callar, por más que el miedo nos amenace.

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jueves, junio 28, 2007

Se ve, se huele y se toca.

Todo el que haya subido a la cima de un monte por el simple echo de subir, se sentirá identificado rememorará de nuevo esa experiencia desde donde lea estas líneas. Todo aquel que este alejado de la experiencia de trepar por las peñas descubrirá cual es la sensación que nos induce a escaparnos de la gravedad.


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Pachico ha sacado provecho de la guerra, viendo en la lucha la conciencia pública a máxima tensión. Se le va curando, aunque lentamente y con recaídas, el terror a la muerte, transformando en inquietud por lo estrecho del porvenir; siente descorazonamiento al pensar en lo corto de la vida y lo largo del ideal; que un día de más es un día de menos, pareciéndole a las veces que nada debe hacerse, pues que todo queda incompleto. Mas se sacude pronto del "o todo o nada" de la tentación luciferina.

Sigue con su afición a las excursiones montescas, pudiendo ya, robustecido, trepar con menor fatiga. En día claro y sereno se va en cuanto puede al monte, fugitivo del monótono bullicio de la calle. Aprieta el paso a medida que se apaga el rumor del pueblo. Al pie del coloso descasa un momento para cobrar fuerzas, tendido bajo un árbol en el bosque cerrado al sol. Allí los humildes helechos, menguada prole de pasada raza de gigantes, vencida por las hayas y castaños, apenas se atreven a levantar cabeza del suelo.

En torno de ellos tapiza la tierra menuda yerba, mullendo la cuna de los hijos de las hayas, que le pagan prestándole humedad, mientras los musgos parásitos se agarran a los gruesos troncos, a chuparles la savia, intentando recobrar con astucia lo que a la fuerza perdieron. Contempla Pachico las quietas y apacibles formas de aquella lucha silenciosa, viendo en la paz del bosque la alianza del grande con el pequeño, del vencedor con el vencido, la humildad de éste, la miseria del parásito. La guerra misma se encierra en paz.

Levántase y empieza a escalar la montaña. Según la sube va desplegándose a sus ojos como algo vivo el panorama y acrecentándosele a la par la respiración profunda. El aire le penetra todo con su frescor, y al empaparse en él y henchir sus sentidos a la vez con el campo circunstante, siente hondo sentimiento de libertad radical en las íntimas entrañas: la libertad de enajenarse en le ambiente, quedando por él poseído. Llega por fin a la cima, reino del silencio, y abarca con la mirada la vasta congregación de los gigantes de Vizcaya, que alzar sus cabezas los unos sobre los otros, en ondulante línea de donde se despliega el cielo.

Sobre los muelles curvas de los montes terrosos, chatos y verdes, lléguense las cresterías recortadas de los blancos picachos desnudados por aguas seculares, como ancianos descarnados que contemplan serenos a juventud lozana. En los repliegues verdes una muchedumbre dispersa vive en serio, sin buscar a la vida quintaesencia, desinteresadamente; madréporas sociales que levantan el basamento de la cultura humana. Alo lejos, los picos inmóviles confúndense con las mudables nubes que descasan sobre ellos un instante en su carrera.

Tiéndese allí arriba, en la cima, y se pierde en la paz inmensa del augusto escenario, resultado y forma de combates y alianzas a cada momento renovados entre los últimos irreductibles elementos. A lo lejos se dibuja la línea de alta mar cual un matiz del cuelo, perfil que pasa sobre las cimas de las montañas.

¡Las montañas y el mar! ¡La cuna de la libertad y su campo! ¡El asiento de so tradición y el de su progreso!. Desde la altura contempla a lo lejos, quieto y silencioso, al mar inquieto bullanguero, junto a las montañas silenciosas y quietas. Antes de hacerse el hombre, pelearon guerra turbulenta los elementos: el aire, el fuego, el agua y la tierra, para distribuir el imperio del mundo, y la guerra continúa lenta, tenaz t callad. El mar, gota a gota y segundo tras segundo, socava las rocas; envía contra ellas ejércitos de animalillos que nutre en su seno para que las carcoman; y de los despojos de aquellas y de éstos mulle su lecho, a la vez que los torrentes de las nubes, sangre de su sangre, desgastan a las altivas montañas, rellenando los valles con fecunda tierra de aluvión. El elemento nivelador e igualitario, el que recorre, como el mercader que lo surca, las tierras todas, vivo porque en su seno recobran el calor del Ecuador y el hielo del Polo, mina la altivez de los viejos montes, encadenados al lugar en que nacieron.

Desde la cima de la montaña no veía Pachico alzarse las olas no oía la canción del mar, viéndole en so quietud marmórea y comprendiéndole tan asentado y firme en su lecho como a las montañas en sus raíces pedernosas. Y volviendo la vista a éstas, que defienden y abrigan a los pueblos, dividen y unen las razas y naciones, distribuyen las aguas mismas que las consumen, y embellecen y fecundan los valles, piérdase en largas divagaciones en torno a las muchas e invasiones de las razas y las gentes y a la fraternidad final de todos los hombres, oculta en el provenir, para llegar a pensar en su Vizcaya, donde uno de cuyos hijos abren con si laya y con su sudor riegan la tierra de la montaña, arrancan otros su pan al, y otros lo surcan a lejanos climas. Y piensa en la sangre allí derramada por guerras en cuyo fondo palpita el choque del espíritu del mercader con el espíritu del labrador, del hombre del mar y la ambición con el de la montaña y la codicia, choque que produce la vida, como el de los hielos del Polo y los calores del Trópico en el océano. Muéstransele la Historia lucha perdurable de pueblos, cuyo fin, tal vez inasequible, es la verdadera unidad del género humano; lucha son tregua ni descanso. Y luego, zahondando en la visión de la guerra, sumerge su mente en la infinita idea de la paz. Mar y tierra celebran, luchando bajo la bendición del cielo, su unión fecunda, engendradora de la vida, que aquél inicia y ésta conserva.

Tendido en la cresta, descansando en el altar gigantesco, bajo el insondable azul infinito, el tiempo, engendrador de cuidados, parécele detenerse. En los días serenos, puesto ya el sol, creyérase que sacan los seres todos sus entrañas a la pureza del ambiente purificador; se dibuja la lontananza, las montañas de azul y violeta que sostienen la bóveda celeste, en purísimo contorno, tan claro y nítido, tan cercano como la mata de argoma o brezo al alcance de la mano; las diferencias de distancia se reducen a diferencias en intensidad y calidad de tonos; la perspectiva, a infinita variedad y trama de matices. Todo se le presenta entonces en plano inmenso, y tal fusión de términos y perspectivas del tiempo. Olvídase del curso fatal de las horas, y en un instante que no pasa, eterno, inmóvil, siente en la contemplación del inmenso panorama, la hondura del mundo, la continuidad, la unidad, la resignación de sus miembros todos, y oye la canción silenciosa del alma de las cosas desarrollarse en el armónico espacio y el melódico tiempo.

Los montes sonle entonces parte del cielo en que se dibujan repujados, y el aire aromático y fresco parécele venir a la vez de la tierra verde, de los montes violáceos y del cielo marmóreo trayendo la frescura de sus tintas y la sutileza de sus líneas, consustancial con ellos. El mismo cielo insondable parece desnudarse del espacio . de toda intención . y abrazar a la tierra con su infinitud fundida. Un pájaro que cruza el cielo, un abejorro que zamba o una mariposa que revolotea, un golpe de brisa que estremece a los árboles arrancándoles un murmullo, parecen suspiros de la respiración de la Naturaleza, señales que da de su vida recogida y profunda.

En maravillosa revelación natural penetra entonces en la verdad, verdad de inmensa sencillez: que las puras formas son para el espíritu purificado la esencia íntima; que muestran las cosas a toda luz sus entrañas mismas; que el mundo se ofrece todo entero y sin reservas a quien a él sin reserva y todo entero se ofrece. .¡Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios!.... Sí; bienaventurados los niños y los simples, porque ellos ven todo el mundo.

Mas luego, adormiladas por la callada sinfonía del ámbito solemne, se le acallan y aquietan las ideas; los cuidados se le borran; descabécesele la sensación del contando corpóreo con la tierra y la del peso del cuerpo se le disipa. Esponjado en el ámbito y el aire, enajenado de sí, le gana una resignación honda, madre de omnipotencia humana, puesto que sólo quien quiera cuanto suceda, logrará que suceda cuanto él quiere. Despiértasele entonces la comunión entre el mundo que le rodea y el que encierra en su propio seno; llegan a la fisión ambos, el inmenso panorama y él, que libertado de la conciencia del lugar y del tiempo, lo contempla, se hacen uno y el mismo, y en el silencio solemne, en el aroma libre, en la luz difusa y rica, extinguido todo el deseo y cantando la canción silenciosa del alma del mundo, goza de paz verdadera, de una como vida de la muerte. ¡Qué de nubes rosadas en el cielo de oro que jamás se han de pintar ¡. Es una inmensidad de paz. Paz canta el mar; paz dice calladamente la tierra; paz vierte el cielo; paz brota de las luchas por la vida, suprema armonía de las disonancias; paz en la guerra misma y bajo la guerra inacabable, sustentándola y coronándola. Es la guerra a la paz lo que a la eternidad el tiempo: su forma pasajera. Y en la Paz parecen identificarse la Muerte y la Vida.

Cuando al descender de aquellas alturas vuelve a bordear los sembrados, plantíos y caserías, y a saludar a algún labriego que brega con la tierra esquiva, piensa en cuán gran parte es esta obra del hombre que, humanizando a la Naturaleza, la sobrenaturaliza poco a poco. Hásele fundido en la montaña la eterna tristeza de las honduras de su alma con la temporal alegría de vivir, brotándole de esta fusión seriedad fecunda.

Una vez ya en la calle, al ver trajinar a las gentes y afanarse en sus trabajos, asáltale, cual tentación, la duda de la finalidad eterna de todos aquellos empeños temporales. Mas al cruzar con algún conocido recuerda las recientes luchas, y entonces el calor reactivo a la frescura espiritual de la montaña infúndele alientos para la inacabable lucha contra la inextinguible ignorancia humana, madre de la guerra, sintiendo que le invade el vaho de la brutalidad y del egoísmo. Cobra entonces fe para guerrear en paz, para combatir los combates del mundo, descansando entretanto en paz de sí mismo. ¡ Guerra a la guerra; mas siempre guerra!

Así es como allí arriba, vencido el tiempo, toma gusto a las cosas eternas, ganando bríos para lanzarse luego al torrente incoercible del progreso, en que rueda lo pasajero sobre lo permanente. Allí arriba, la contemplación serena le da resignación trascendente y eterna, madre de la irresignación temporal, del no contentarse jamás aquí abajo, del pedir siempre mayor salario, y baja decidido a provocar en los demás el descontento, primer motor de todo progreso y de todo bien.

En el seno de la paz verdadera y honda es donde sólo se comprende y justifica la guerra; es donde se hacen sagrados votos de guerrear por la verdad, único consuelo eterno; es donde se propone reducir a santo trabajo la guerra. No fuera de ésta, sino dentro de ella, en su seno mismo, hay que buscar la paz; paz en la guerra misma.

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Miguel de Unamuno. "Paz en la Guerra",

lunes, junio 04, 2007

Libres de obsesiones

"En la incertidumbre del mañana, viviendo de milagro, con las raíces al aire, las voluntades despegadas del sosiego amodorrador de la vida, y libres de su obsesión, la gozaban con avidez. "

Miguel de Unamuno. "Paz en la Guerra",
Salamanca, abril de 1923

Respira tranquila

Cada una de las entradas de este blog es como un mensaje en una botella que lanzo al mar. Como en la canción de Police, en el mar hay cientos de miles de botellas buscando su destino. Este es otro mensaje buscando hogar.
Como en muchas otras ocasiones me limito a reproducir lo que alguien con mayor calidad humana que la mía tuvo la generosidad de regalarme:

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Intentar conocerse es más importante que apoyarse en los demás. Hay que encontrarse con la propia identidad y saber lo que a uno le hace feliz.

Aunque no sea en principio lo mejor, el alejamiento de los demás para el acercamiento a uno mismo es necesario para establecer contacto con lo más profundo de nosotros. Tenemos que hablar con nuestros miedos sin ignorarlos y enfrentarnos a ellos para aprender a no quedarnos bloqueados por ellos.

No tenemos que tener miedo a mirar dentro de nosotros mismos.

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Marta
23 de Febrero de 2006