¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Parafraseando a Quevedo, no he de callar, no se debe callar, por más que el miedo nos amenace.

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miércoles, abril 16, 2008

El Tío Casto.

A finales de Febrero ya empezaba a oler a primavera, y a pesar del frío seco, los días ya eran más largos, algunas briznas de hierba se empezaban a intuir sobre las riveras de los ríos cada vez más caudalosos, e innumerables riachuelos correteaban ya por debajo del manto blanco que seguía cubriendo los prados. Aya abajo, en “la rivera”, ya debían de estar empezando a asomar los tallos verdes de los árboles, desafiando inconscientemente las últimas heladas que seguro quedaban por llegar. Aquí, en “la montaña”, todos solían ser más prudentes, los árboles, los animales, las personas. Saben que en cualquier momento puede caer una nueva nevada, quizás la última, una prórroga para el invierno moribundo.

Aún era tiempo de trabajos de invierno, historias de hilandórios, de tallar tarucos para las madreñas y asar patatas arrugadas en la lumbre. El Tío Casto, así le llamaban en el pueblo, volvía de hacer uno de esos trabajitos de carpintería, para los que era tan mañoso. Andaba pausadamente, mirando bien donde pisaba, que los huesos ya no estaban para un resbalón en el hielo y una dura caída contra el suelo. Las manos en los bolsos, jugueteando con la barrenina que utilizaba para hacer agujeros en la madera. Pasando por la plazuela del valle, uno de los barrios del pueblo, observo una barrica de madera apoyada contra la pared de la casa de Álvaro Alonso. Era sabido que todos los años Don Álvaro encargaba una barrica de vino del año para convidar a sus amigos y vecinos durante el periodo de buen tiempo. Este vino era celebrado como el mejor que se podía beber por aquella parte de la montaña. El encargo debía de haber llegado con anticipación, pues la casa estaba vacían y aún no se esperaba a nadie por algún tiempo.

Casto no tenía muchos vicios y menos ahora, ya cercano a la vejez, así que los chatos de vino que disfrutaba en compañía de los amigos y conocidos, eran su única afición fuera del trabajo. Sabido es que el vino joven es lo mejor para revitalizar los espíritus que ya han andado muchos años sobre este mundo, espíritus que se solazan del misterio de las cosas jóvenes que ya han dejado tan rápido atrás. Espíritus que han desechado la trascendencia de la vida, la finalidad de tal cosa. Aprecian la belleza de lo sencillo, y se asombran con el milagro de la vida; un cachorro, un ternero, los tallos verdes de los árboles, el vino joven del año. El mismo milagro que se repite cada año, y cuya cuenta va llegando al final.

Pues estaba en estas el Tío Casto, pensando que aquella barrica de vino a la intemperie se fuera a echar a perder, cuando jugueteando como estaba con la barrena que llevaba en el bolsillo, pensó que sería una pena que nadie aprovechase el vino. En ese mismo momento se emociono con la idea de realizar aquella travesura, y es que a partir de cierta edad se tiende de nuevo a hacer gamberradas, como cuando uno era chaval. Ya no como antes, fruto de la inconsciencia, sino de la falta de responsabilidad recuperada.

Casto se acerco donde estaba apoyada la barrica para tantear el terreno. Esta reposaba sobre unos maderos, de modo que no pudiese rodar, además de salvar la del contacto con el frío suelo. Casto utilizo los nudillos para dar unos golpecitos sobre la tapa y las duelas que formaban el cuerpo rechoncho de barril. Como suponía, el barril estaba lleno y la barrena que tenía en su bolsillo sería lo suficientemente larga como para hacer un agujero en una de las duelas.

Gracias a la inclinación del terreno, dispondría de un lugar más amplio debajo del barril donde podría recostarse cómodamente. No quiso entretenerse más por miedo a que alguien le viera mostrar demasiado interés. Nadie tendría que enterarse, o mejor si, como se regocijaría escuchando las chanzas en el bar, las teorías, a cual más imaginativa, cada cual sospechando del vecino. Se le escapo una sonrisa traviesa. En todo caso no quería ser descubierto antes de tiempo. En aquel entonces el pueblo era un lugar tranquilo, las convulsiones de la capital, que traerían días de sangre y lágrimas ya habían empezado a reproducirse por el resto del país, pero no habían llegado hasta allí. Todo el mundo se trataba cordialmente y se ayudaba. Travesuras como aquellas, le daban sal a la vida del pueblo, historias que comentar luego en los bares.

Casto pasó por el bar antes de ir a casa, apenas podía seguir la conversación de los amigos, el parte de incidencia de un día cualquiera; que si la vaca de tal paisano se había puesto enferma, que si los mozos habían salido a cazar y habían cobrado una buena pieza, que si alguien habían visto una manada de lobos por Eyarga. Ya en casa, con sus hijos y su mujer, el relato de los sucesos del día también transcurría en segundo plano. Estaba impaciente por acabar, y no hacia más que darle vueltas a su aventura del tonel.

La noche no parecía especialmente fría pero de todas formas había pensado en ponerse doble muda y su abrigo más caliente. Al salir de casa y antes de dirigirse hacia el valle, paso por el bestecho ya casi vacío de hierba. Por primera vez en toda la tarde su atención se desvió de sus planes de asalto a la barrica de vino. Le preocupaba quedarse sin hierba para sus vacas. Sintió el movimiento de los gatos que vivían entre las tablas sueltas y que guardaban de ratones el lugar. Se pregunto por donde andaría su gata preferida, aquella atigrada, estaría en algún rincón cuidando de los gatitos que acaba de parir. Volvió sus pensamientos hacia el motivo que le había llevado hasta allí, se lleno los bolsillos del pantalón y la chaqueta con paja seca, asegurándose de paso que llevaba la barrena en el bolsillo de la chaqueta.

Al salir del bestecho se dirigió hacia el valle, no siguió el camino principal, sino el que transcurría junto al río y que llegaba hasta la parte trasera de la casona. La noche era más fresca de lo que esperaba, corría una brisa fría y las nubes apenas dejaban entrever las estrellas. Era una noche oscura, pero no había problema. Andaba despacio y conocía el camino de memoria. Al dar la vuelta a la esquina para subir por la última calleja, pudo comprobar con alivio, que la sombra de la casa caía sobre el muro y dejaba toda aquella pared en la oscuridad, negra como boca de lobo. Por supuesto, no se veía la barrica aunque sabia que debía estar allí. En cuanto entrase en aquella zona oscura él también desaparecería.

Antes de acercarse a la barrica, comprobó que nadie andaba por la calle y que no hubiese a la vista ninguna luz que denotase alguna mirada indiscreta. Actividad, la del fisgoneo, bastante extendida cuando no se tiene otra cosa mejor que hacer. La pared también le resguardaba de la ligera brisa, lo cual le reconforto. Palpando el lugar bajo la barrica, que recordaba haber identificado por la tarde, se saco de los bolsillo la paja seca y la dispuso a modo de almohada sobre el suelo. Saco la barrena antes de acomodarse y una vez colocado palpo la superficie del tonel.


De primeras, su cuerpo se quejo ante la dureza del suelo, aún amortiguada por la doble capa de ropa y el grueso abrigo, pero a los pocos minutos, los músculos se anestesiaron y dejaron de protestar. Localizo un nudo en la madera de unas de las duelas de la barrica y se dispuso a perforar la madera en aquel punto. Por un momento sintió un sudor frió, ¡como podía ser tan estúpido! No había pensado que una vez hecho el agujero tendría que taparlo con algo, y no había tenido la precaución de hacerse con un corcho. También pensó que lo mejor era haber dispuesto de alguna pajita para sorber el líquido desde arriba, pero eso ya hubiera sido menos discreto. Seguía teniendo el problema del tapón, podía ir a buscar uno, pero no, pensó que sería suficiente con apretar bien fuerte un puñado de paja seca y utilizarla esto como tapón.

Una vez “resuelto” el problema del tapón, se dispuso a hacer el agujero aproximadamente como de un meñique que gordo. No fue difícil, el primer chorro le cogió por sorpresa y le dio en toda la cara. Entre cagamientos y maldiciones, tapó rápidamente el agujero con el dedo, las primeras gotas de vino llegaron a sus labios proporcionándole el primer gusto de la noche. Ya prevenido, se acomodo mejor y aparto el dedo lo suficiente para que un chorrito delgado de vino cayera en su boca. El caldo le resulto fresco y riquísimo. Volvió a tapar el agujero mientras se recreaba en la satisfacción que le producía el éxito de su aventura. Se hizo con un puñado de paja de la que tenia de almohada, la apretó bien fuerte y la adecuó al diámetro del agujero. Bien, ahora podía relajarse y disfrutar, ya no había prisa.

Trago tras trago, se sentía cada de vez más eufórico, bebía de la barrica como si de un porrón se tratase y ni una gota se derramaba. Por un momento creyó oír a alguien, pero tras unos segundos de atención se convenció de que tan solo había sido el ruido del viento en los árboles, parece que se había levantado alguna racha que otra. No pasaba nada, aquel sitio junto al muro estaba razonablemente a cobijo. No sabia cuanto tiempo había pasado, no mucho. Sintió un escalofrío, se tiro de los faldones del abrigo, se cerró el cuello y le echo otro trago largo al vino.

Entonces es cuando empezó a navegar por el mundo de los recuerdos. El primero fue el de una partida de caza siendo un rapaz, pequeño y duro como una piedra, cabezón como buen montañés. Se había pateado el monte con la rehala, batiendo el terreno en busca de jabalíes. Las escobas eran más altas que él, y a pesar de los numerosos ramascazos no se quejo. La jornada fue de las mejores, unos veinte guarros abatidos. Los cazadores se reunían al rededor de los animales muertos comentado las incidencias de la jornada. Se repartía algún tente en pie, un chorizo, un trozo de cecina, y la bota de vino. Uno de los mayores se la ofreció – hecha un trago rapaz -. Acalorado e inexperto como era tomo la bota y se echo un generoso chorro de vino al gaznate. Por su puesto, se atraganto, y a pesas de las estruendosas risas de la concurrencia, sintió el trago fresco y delicioso. Así empezó su afición por el vino. En honor de este recuerdo se echo un buen trago de vino de la barrica.

Tuvo que cambiar de posición, ya que notaba ya entumecidas las piernas, y al cruzar una sobre la otra, experimento un desagradable tirón en la pierna. – Si es que estas ya viejo Casto – se dijo – y hace algo más de frío del que esperabas – volvió a hablar para si. Aprovechando lo cual se echo otro trago largo para el gaznate.

Su siguiente recuerdo fue el de su primera borrachera – mira que éramos burros – se dijo ya sin saber si lo había dicho en voz alta o solo lo había pensado. Fue en una de sus primeras verbenas. Se habían echo con un botella de anís del peor y más barato. En realidad nunca le gusto el anís pero era cuestión de hacer un poco el tonto y de adquirir arrojo para abordar a las mozas. – Que malo y como quemaba el condenado - dijo casi sintiendo el sabor dulzor del anís en la boca, y para quitarse el sabor tiro otra vez de barrica de vino.

Sentía un sopor, que le recordó la calidez de su cama y en la compañía de su mujer. Había sido una buena vida en común, tres hijos ya criados. Era una mujer muy habilidosa, en el pueblo era conocida por tener las mejores manos para confeccionar los chapines más suaves y cómodos, sin una sola costura incómoda. Esos chapines hacían que cualquier par de astillas mal ahuecadas pareciesen las madreñas más cómodas. - Otro trago por los chapines de su mujer y otro más largo por su mujer. ¡Que cachis!, y otro por las madreñas que le voy a hacer a mi mujer- decía - unas de esas como las de los asturianos -. Ya le tenía echado el ojo a un abedul perfecto y le iba a tallar las flores más finas, hasta unos graciosos cordones de madera. Tenia ganas de volver a casa con su mujer. Hizo por moverse, sobretodo por que la pierna se le había dormido y sentía un hormigueo muy molesto. Pero antes de ir a casa otro trago. Que sueño sentía de repente, normal, ya era tarde y el vino es lo que tiene.

Estaba en la cama con su mujer, percibía su olor a hogar, se sentía feliz. Mañana iría a ver aquel abedul. Tenía tanto sueño, y que feliz se sentía.

Al día siguiente, alguien pensó que quizás el barril estaría mejor algo más a cubierto, no fuese a malograrse el vino. Cuando los mozos se acercaron al muro de la casa, tuvieron que apartar abundante nieve, y aún más para llegar hasta el barril. Aquella noche había empezado a caer la que sería la nevada más copiosa de aquel invierno, ya dice el refrán eso de “hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo”. Cuando tropezaron con aquel bulto no supieron identificarlo hasta que no apartaron algo más de nieve.

El tío Casto cumplió su objetivo, todo el pueblo hablo de aquella historia, aún hoy se recuerda. Su mujer, sus hijos, familia, amigos, el pueblo en general lloro su muerte. Pero lo trágico de la situación no evitó las chanzas y los comentarios jocosos. Se decía que uno de los que le recogieron de debajo del tonel, al verle la cara exclamo: “Que bien se lo pasó el jodio”. Así de burros son, y no sabía que razón tenía.