¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Parafraseando a Quevedo, no he de callar, no se debe callar, por más que el miedo nos amenace.

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miércoles, septiembre 02, 2009

De Madrid al Cielo.

Despertó con una sonrisa en la boca, no recordaba los sueños que había tenido, pero si que habían sido felices. Inmediatamente sintió la pesadez del día ya avanzado, las sábanas pegajosas, el ambiente cargado, olor a húmedo y sudor rancio. El cuerpo le pesaba, casi podía sentir la presión del aire sobre si. Quería darse la vuelta y reanudar su sureño fuese cual fuese. Pero ya había sido expulsado de ese reino, solo le quedaba realizar la travesía del día para poder recuperar ese momento. Se quedo mirando las humedades del techo mientras sus músculos parecían resistirse a hacerle caso. Sentía adolorida la espalda a la altura de los riñones, cansados ya de soportar la presión de su propio cuerpo sobre el colchón. El calor acumulado en la habitación le resultaba ya molesto y empezaba a sudar. Tenia que salir a tomar aire. No tenía ganas de oír voces ni de pelear por el baño así que aún con el sudor pegajoso en el cuerpo se puso unos calzoncillos limpios, los pantalones sucios de ayer, una camisa manga corta de flores grandes, unas sandalias y salio a la calle.

Atravesaba el oscuro corredor de salida de la casa a la calle. Un pasillo largo y fresco desde el principio del cual, se veía la claridad del exterior a través de la puerta de grandes cristales que cerraba el final del corredor, y una segunda de hierro que daba a la calle. Un agradable lugar de paso, pero nadie paraba allí. Y eso que hoy no había bolsas de basura ni olores desagradables. Nada más poner el primer pie en la calle se quedo cegado por multitud de reflejos metálicos. Por un momento se vio transportado a una de aquellas mañanas de verano, en su levante natal. Entonces, en casa de sus padres, al asomarse al balcón a media mañana, los reflejos del Sol sobre el Mediterráneo herían sus ojos hasta hacerle casi llorar. Pero faltaba la brisa salada del mar, el rumor de las olas, hasta el chapoteo de los bañistas y los chillidos de los niños jugueteando en la playa. Se paro en seco debido al golpe de calor recibido y el aturdimiento causado por el estruendo del tráfico de coches y autobuses que circulaba por la Calle Mayor. Los transeúntes pasaban apresuradamente golpeando el asfalto sin contemplaciones. “En esta ciudad todo el mundo va corriendo”, fue su pensamiento recurrente.

Empezaba a sudar otra vez, tenía la boca seca, pero sobretodo sentía la necesidad de un cigarro. Atravesó la calle sin demasiado cuidado. Apenas presto atención al claxon del coche que casi le atropella, y menos atención aún le prestó al enfurecido taxista que, desde el interior climatizado de su coche, parecía un pez globo dentro de su pecera. La cara redonda y roja por la ira. En los labios del taxista podía leerse claramente toda serie de improperios. Al alcanzar la acera contraria busco el refugio de la ridícula sombra de apenas metro y medio de ancho. Desde luego no sintió el alivio que se recibe cuando, después de atravesar la arena blanca y caliente de una playa, uno alcanza la humedad de la orilla. Muy al contrario, lo que recibió en la cara fue la bocanada de aire caliente de la salida de aire acondicionado de un local comercial.

Gotas de sudor brotaron de su frente y busco el tabaco en el bolsillo de su pantalón. Solo encontró un paquete arrugado y vacio. Tiro el paquete a una papelera y despreocupadamente siguió en dirección a la Plaza Mayor. Allí, en la plaza, se disfrutaba de mejores sombras, pero la gente, turistas en su mayoría, se escapaban del abrigo de los soportales y atravesaban la superficie adoquinada sin mucho respeto al sol. “Estos Giris van a terminar como camarones”, pensó mientras bordeaba la plaza por su lado derecho hacia el Arco de Cuchilleros, pero recorriendo el lateral que sigue paralelo a la Calle Mayor, y antes de llegar a Cuchilleros, salió de la plaza hacia la Cava de San Miguel. A su mano izquierda se encontró con la estructura de hierro y cristal de lo que antes fue el Mercado de San Miguel. Seguía conservando el nombre de mercado pero ahora era más bien un espacio de ocio para turistas y paseantes. Un escaparate al que ir a mostrarse. Una pescadería y una frutería era lo único que quedaba de los antiguos puestos. Ahora el espacio estaba ocupado por bares para tomar cervezas, vermuts, o vinos de nombre. Establecimientos de productos selectos, un puesto de ahumados, una panadería, ostras francesas, chocolates una librería. Se había sustituido el encanto de lo viejo, su pátina, también su vulgaridad, por la novedad de lo nuevo. Así que ahí estaba él.

Al entrar al mercado se acerco a la barra de uno de los bares que ocupaba la parte central, había un bar en cada uno de los dos lados de la planta rectangular del antiguo mercado. En el centro quedaban mesas altas y banquetas en donde la clientela se sentaba a degustar las bebidas o la comida que podía comprar en los diferentes establecimientos. Pidió una caña, mientras ya la saboreaba, se sentó en una banqueta mirando a la gente que pasaba. Un primer vistazo antes de que la camarera le sirviera la cerveza. Se bebió la caña prácticamente de un trago y pidió otra. Esta segunda la dejo reposando sobre la barra de mármol blanco mientras gorroneaba un cigarrillo. Se dirigió a una morena rotunda con risa fresca que fumaba a su lado. La chica estaba acompañada del que parecía su novio. – Hola, perdona, ¿tienes un cigarro?-, pregunto a la mujer mostrando una amplia sonrisa, sabiendo que el paquete de tabaco estaba sobre la barra e ignorando por completo la presencia del hombre. Por el rabillo del ojo observo como el hombre se ponía tenso y cambiaba de cara. Se regodeo de aquello mientras recibía el cigarro de manos de la mujer. Mostrando una sonrisa traviesa, y aún teniendo un mechero en el bolsillo, dijo - Gracias guapa, ¿me das fuego? –. La mujer respondió con una sonrisa fresca y limpia – Claro, toma –, él la recibió como un bálsamo, no había ninguna intención en su respuesta, pero su acompañante seguramente no lo percibió así. “el mamón se lo merece”, pensó para si mientras le daba otra vez las gracias a la mujer y volvía a ocupar su banqueta junto a su caña.

Una vez saciada temporalmente la sed de cerveza y de nicotina, se dedico a recrearse la vista con el desfile de faldas largas y cortas, blusas, escotes de geometrías varias y diferentes colores. Lo evidente le llamaba la atención, como a cualquiera, pero era un enamorado de los veraniegos vestidos de tirantes, vaporosos y livianos, que inducen a la duda. Aquellos con los que uno se pregunta si lo que se vislumbra realmente es la silueta femenina o simplemente el fruto del deseo de ver algo más de lo que realmente se ve. Un cuello elegante, soportado por la simetría de unos hombros delicados, y una bonita espalda al natural era su otro gran disfrute. Pidió otra cerveza, y siguió observando, esta vez se fijaba en las parejas. Intentaba imaginarse sus conversaciones. Identificaba a aquellas parejas guapas, que mantienen conversaciones intrascendentales mientras realmente están pendientes de si les miran o no. Uno y otro simulando que se escuchan mutuamente, mientras en realidad, cada uno está pendiente de lo que sucede a espaldas del otro. Pero en cambio, su atención se fijo en una pareja que hablaba sin pausa, sonriendo y mirándose a los ojos. De vez en cuando, uno u otro se sonrojaba, y el resto del mundo estaba aparte. Él también tuvo conversaciones de aquellas donde el tiempo no existe, horas completas hablando, pasando sin guión de una cosa a otra, aderezadas con picardías e intimidades solo compartidas por ambos. Pero ya no miraba a aquella pareja y las sonrisas desaparecieron. También estaban las decepciones, las lágrimas y las palabras amargas, de esas también habían tenido.

El no se consideraba un hombre espiritual, más bien era un escéptico cada vez más cínico. Pero sí tenía la certeza de que las personas no somos solo almacenes de recuerdos. Al principio de nuestra existencia disponemos de un pequeño recipiente de plata en el que contener recuerdos livianos, en su mayoría alegres. Un periodo en el que cada uno tiene y proyecta la mejor imagen de sí mismo. Pero a lo largo de la vida, lo que hacemos durante su transcurso, va quedando marcado por dentro y por fuera. Como unas lágrimas provocadas en una persona querida. Lágrimas provocadas por la acción de nuestro egoísmo, cobardía o inconsciencia. Lágrima que corroen, como ácido, la superficie plateada dejando al descubierto su verdadera naturaleza de latón. O el abollón producido por el golpe violento de unas palabras duras. – Eres un Cabrón y un mierda -. Susurro para si. “Demasiado trascendental para un cínico”, pensó mientras volvía a sentir sequedad en la boca. Pidió un vino blanco por que ya estaba cansado de la cerveza. Prácticamente se tomo la copa de un trago, pago con un billete arrugado, espero lo justo para recoger las pocas monedas de vuelta y salió mal humorado de San Miguel.

Siguió paseando calle abajo por la Cava de San Miguel hasta llegar al Arco de Cuchilleros, allí estaba el tío del trabuco disfrazado de bandolero para los turistas. Se le vino a la cabeza nada menos que, la escena de un cuadro de Goya, la carga de los Mamelucos. Hacía algún tiempo había entrado en un cine a ver una película, algo sobre el Dos de Mayo. Es curioso que no recordase como ni porque había entrado a la sala de cine. Tenía lapsus de memoria cada vez más preocupantes. Verdaderamente la bebida ayuda a olvidar. Pero como si fuera una maldición mitológica, olvidas lo que quieres recordar y sigues recordando lo que te gustaría olvidar. El caso es que seguramente se metió en el cine para esconderse un rato a la sombra o por sentirse acompañado. Dos horas sin poder fumar ni tomar una triste caña. Se hubiera quedado dormido si no hubiera sido porque tres cuartos de la acción de la película se desarrollaba en aquel rincón de Madrid. Se paso un buen rato intrigado, intentado determinar si era un decorado o la calle Cuchilleros realmente. Finalmente el sentido común, y el poco raciocinio que le quedaba, le hicieron ver que no podía ser más que una recreación del sitio, un decorado.

De Cuchilleros a Puerta Cerrada. Cruzo la calle nuevamente sin prestar atención a los coches, para terminar asomándose a la Cava Baja. Subió la calle sin pausa hasta llegar al estanco que estaba buscado, y entro a comprar tabaco. Al salir continuo calle arriba, a paso relajado, envuelto en el humo del cigarrillo que acababa de encenderse. Así llego tranquilamente hasta la Plaza de la Cebada en el preciso momento en que una ráfaga de viento, que llegaba por la Carrera de San Francisco, se llevo la nube de humo que le rodeaba. Tiro la colilla al suelo, y cruzo la calle para llegar a la sombra proyectada por el Mercado de la Cebada. Bordeo la pared del mercado hasta llegar a la puerta principal, donde la gitana de turno ofrecía ramitas de olivo por la voluntad, lecturas de las manos de cualquier transeúnte incauto o, en su defecto, una maldición. Tras cruzar las puertas de aluminio y cristal grueso, percibió el olor a mercado, a mercado de verdad. La disposición de los puestos no seguía una distribución temática, aunque la mayoría de los de verduras y frutas se encontraban en la planta de abajo. El olor a verdura era el predomínate, dándole al lugar un aire fresco. La vida la daban, entre otros personajes, las señoras con sus carritos de dos ruedas, señores maduros ojeando los puestos y jóvenes con gafas de pasta aspirantes a bohemios.

Subió las escaleras de su izquierda hasta la planta superior y pasando por delante del abanico de tonalidades rojas del expositor de una carnicería, llego hasta una pescadería que hacia esquina. Una figura grande y regordeta se movía entre especímenes marinos de todas clases, colores y tamaños. – Como está usted Don Francisco – le dijo el pescadero con una sonrisa. – Buenas Don Abelino -, respondió Francisco, - pues ya ve, pasando calor- . En estas Don Abelino, agarro una merluza de dos kilos por las cuencas de los ojos, la coloco sobre la tabla de cortar, y en menos de un minuto la había limpiado y troceado hábilmente. Abelino manejaba, en su mano derecha, una enorme hacha de pescadero como si fuera una prolongación de sí mismo. – Aquí tiene señora -, dijo Don Abelino entregándole la mercancía a la clienta y cobrando en género. Mientras limpiaba la tabla de cortar con el hacha y agua, Francisco reanudo la conversación – Y bien Don Abelino, ¿Cómo es que no está en el pueblo ya?- . Don Abelino dejo el hacha sobre la tabla y mientras se secaba las manos con el mandil dijo – La semana que viene me voy a Astorga -. - ¡¡Hombre!!, un pescadero Leonés -, exclamo Francisco. – Claro que si hombre – contesto Abelino orgulloso, - ¿No sabías que, hasta no hace mucho, la mayoría de los pescaderos de Madrid éramos Maragatos?, si hombre si -. – No lo sabía, no – respondió Francisco. – Bueno, Don Francisco ¿Qué va a querer?, tengo unas lubinas hermosísimas -, le pregunto Abelino. Francisco hecho una mirada al género como si lo estuviera considerando y contesto – Gracias Abelino, mejor lo dejo para la próxima vez.-. Hacía algún tiempo que no podía permitirse incluir lubinas en su menú, - Bueno, sigo camino, hasta la vista -. Abelino, tomando el hacha otra vez en su mano, y mostrando una sonrisa bonachona se despidió de Francisco – Hasta la próxima Don Francisco -.

Francisco siguió paseando por el mercado, curioseando entre los puestos, observando a los tenderos, sus ademanes, sus frases. Volvía a tener sed y un poco de hambre, así que bajando una de las escaleras llego a una pequeña puerta trasera saliendo del mercado hacia la Calle del Humilladero, bajo por Lucientes para llegar a Tabernillas. Tiro a la derecha y en frente de él se encontró la taberna que buscaba. Al entrar saludo a Javi, el dueño, un hombretón alto, grande, con la cara sudorosa y risa atronadora. Se sentó en la barra y pidió lo de siempre, una ración de bacalao a la portuguesa. Para beber, vino blanco de Rueda. El tabernero sacó la botella de una cámara, le sirvió y dejándola sobre la barra, le dijo familiarmente – Toma, sírvete cuanto quieras-, después de lo cual volvió a atender al resto de clientes. Después de media hora larga, consiguió acabar con dificultad con el bacalao, más fácil le resulto terminar con los tres cuartos de la botella de vino que le habían dejado sobre la barra. Pago con uno de sus últimos billetes, se despidió y salió a la calle. Sintió otra vez el sofoco del calor, esta vez aderezado con la somnolencia producida por la comida y el vino. Se encendió un cigarrillo mientras pensaba trabajosamente a donde se dirigiría y que haría. La verdad es que no tenía nada que hacer, nadie le esperaba. Sintió una sensación de vacío seguida de una gran congoja, y un nudo en la garganta. Pensó en volver a entrar para entablar conversación con Javi, el tabernero, pero le vio atareado sirviendo mesas.

Bajó callejeando hasta llegar en frente de la Basílica de San Francisco el Grande. Estaba seguro de no haber entrado hace años en una iglesia, habría sido por compromiso, no recordaba. “Seguro que se está fresco”, pensó para sí a modo de justificación mientras tiraba la colilla del cigarrillo al suelo. Justo antes de traspasar el umbral de la puerta principal, percibió en la cara una suave brisa que salía del interior de la basílica. Al traspasar la puerta sus ojos se adecuaron con agrado a la luz menos intensa del interior. No siendo hora de misa, el lugar estaba prácticamente vacío, salvo por alguna que otra pareja de turistas y un par de señoras de pelo cano y mantilla, sentadas en los bancos de la derecha. Avanzo por el lateral izquierdo eludiendo respetuosamente el pasillo central y la confrontación directa con el sagrario. Aún hoy, después de todo lo que había vivido, mantenía ciertos hábitos cuando entraba en una iglesia, cierto pudor reverencial. Llego hasta colocarse debajo de la amplia cúpula de la basílica y se sentó en uno de los bancos. Estiro las piernas por encima de la tabla de madera habilitada como reclinatorio y se echo hacia atrás estirando los brazos sobre el respaldo del banco. Su mirada recorrió lentamente los murales que adornaban las paredes del fondo de la Capilla Mayor, ascendió hasta el techo de la capilla y finamente su cabeza se venció hacia atrás para quedarse observando los haces de luz que atravesaban las vidrieras de la gran cúpula de la basílica. Cerró los ojos recogiendo así la tranquilidad del lugar. Pasaron unos segundos hasta que sus nervios ópticos dejaron de mandar el recuerdo de las últimas luces que habían percibido sus ojos y llegase la fresca oscuridad. Pasados unos minutos, fue su cerebro el que empezó a generar imágenes, su sosiego no duró demasiado, y es que uno, al final, no recibe más que lo que lleva consigo. Se reincorporo hacia delante apoyando los codos sobre las rodillas, sosteniendo su cabeza con ambas manos y apretando fuerte las yemas de sus dedos sobre su cabello. Ahogo un grito en su garganta y espero a que el momento pasase. Salió de sí mismo para percibir de nuevo la tranquilidad del lugar y respirar hondo. Pensó en rezar un padre nuestro pero de repente le pareció hipócrita por su parte, así que se levanto sin hacer ruido y salió.

Sin saber cuánto tiempo había pasado dentro de la basílica, descendió por la pequeña calle adoquinada de su izquierda hasta llegar a las Vistilla. El Sol ya no pegaba tan fuerte pero se seguía notando el calor ascendiendo desde el asfalto. Nada más entrar en la zona ajardinada noto el alivio del calor, busco un sitio lo más alejado de cualquier persona y se hecho sin reparos sobre el césped. De espaldas, recostado sobre la pendiente y apoyado sobre los codos, disfruto por tiempo indeterminado de las vistas. A su derecha, parcheado desde hace años en metacrilato con el fín de hacérselo pensar dos veces a los suicidas, los más de treinta metros del viaducto sobre la Calle Segovia. A continuación, la Catedral de la Almudena, que siempre le pareció una catedral un poco huérfana. Detrás, la vivienda vacía más grande de la capital el Palacio Real, sin sus reales inquilinos por estas cosas de España. Y frente así, la vega del Manzanares, vega de huertas durante el Siglo de Oro, y ahora, el dibujo de una mancha verde, la Casa de Campo, acechada por pisos en todos sus flancos. Tenía reservadas más ironías para esta ciudad que ya era la suya y que incomprensiblemente no cambiaría por otra, pero su cerebro se desconecto. Se reclino sobre su brazo izquierdo y se quedo dormido.

Unos chillidos y risas estridentes lo despertaron. No había tenido realmente la sensación de haber dormido, sentía el cuerpo adolorido y destemplado. El estruendo provenía de un banco cercano donde un grupo de chavales hacían botellón. Tenían pinta de haber pasado ya de los veinte. Ellas, combinación de colores imposibles, enseñando ombligo y michelin, minifaldas, piernas regordetas y sandalias de colores chillones, a juego, eso debían de pensar ellas con bolsos igualmente faltos de originalidad. La antítesis de la elegancia. Por otro lado, ellos, uniformados de macarras, aspirantes a profesionales del no pegar golpe, futbolistas, o estrellas de reality de televisión. Pelo engominado, camisas negras, cadenas, anillos. Pero lo peor eran esas insoportables voces chillonas, a todas luces fuera de tono. Tanto la forma como el contenido. Rompían la relativa paz de aquel sitio y hablaban como si todo el parque les tuviese que escuchar. Francisco se reincorporo mal humorado, sentándose sobre el césped. Mientras se encendía un cigarro observo que las manos le temblaban “me he quedado destemplado”, pensó.

Por el parque paseaba una pareja de señores mayores. Aún a su edad mantenían una elegancia natural, la dignidad de los que parecen haberse conducido siempre por la vida siguiendo una serie de principios. Contrastaban con la vulgaridad de aquellos chicos. El hombre, de cara severa, les dijo algo a los chinos que Francisco no alcanzo a escuchar. Se imagino que les estaría recriminando por el escándalo o por tirar las botellas por el suelo. Lo que llego a escuchar fue la respuesta del que parecía el cabecilla, - Anda viejo vete a dormir que ya te toca -. El señor indignado, hizo el ademan de encararse con el chico, pero su mujer le tiro del brazo para alejarlo. Mientras se marchaban los ancianos, los chicos del banco coreaban a su líder con risotadas exageradas, a lo cual este, en voz más alta se regodeaba diciendo, - ¿No dice el viejo que recojamos las botellas?, que lo recojan los putos barrenderos, que para eso están, ja ja ja -. Verdaderamente aquello le enervó, así que apago el cigarrillo, se levanto de un salto, y se dirigió hacia el banco. – ¡¡He!! Chaval ¿por qué no bajas un poquito la voz?, a nadie le interesan tus tonterías -. El chaval se dio la vuelta encarando a Francisco. Envalentonado aún por el coro desafinado de sus acólitos. Con una sorprendente osadía, en vez de mantener la distancia con su desconocido, el chaval recorrió el metro y medio que les separaba. Levantando la mano izquierda con la palma abierta y sacando pecho, se acercó a Francisco a chillarle. Aunque con la mano en alto y todo, apenas llegaba a su. - Mira tío, lárgate de aquí o veras lo que te cuento -. Francisco se sorprendió del descaro del chaval, pero sentir tan cerca el aliento y sobretodo la voz desagradable de aquel niñato le genero una oleada de profunda incomodidad. En una reacción casi instintiva, ante la invasión de su propio espacio, Francisco se encaro con el insolente, y utilizando los brazos para recuperar el espacio, le chillo a la cara al chaval - ¿Que me vas a contar?-. A partir de este momento todo sucedió muy deprisa. El chaval, mientras era desplazado hacia atrás, lanzo una patada a Francisco dirigida a su entrepierna. Este reacciono sin pensarlo, antes de que la patada llegara a golpearle, agarro la pierna elevada del chaval con ambas manos, para a continuación, levantarla a la altura de su pecho, con lo que el chaval perdió el equilibrio y cayó de espaldas hacia atrás sobre el suelo. Francisco se quedo tenso, en estado de alerta mientras observaba fijamente la cara de sorpresa del caído. El estallido de violencia se hubiera quedado en este punto si no hubiera sino porque la horda se hecho sobre Francisco. Entre la oleada de golpes que empezó a recibir, sobre todo le aturdían los chillidos agudos de las chicas que también habían saltado sobre él - Hijo de puta, Cabron … -. Los puñetazos, manotazos y bolsazos, no tenían mucha precisión, era un estallido incontrolado de violencia, una reacción animal, una jauría. Los golpes iban dirigidos a su cabeza. Francisco solo estaba pendiente de cubrirse la cara con los antebrazos y de no perder el equilibrio. Pensando que si caía al suelo, no tendrían reparo en patearle la cabeza. Con la cara cubierta no podía localizar un objetivo, pero si lanzaba un golpe a lo loco podía alcanzar a alguna de las pequeñas arpías y buscarse un buen lio. Aún en esta situación, no se le paso otra cosa por la cabeza otra cosa que la imagen tan ridícula que se debía de ver desde fuera, todo un hombretón como el pateado por una panda de niñatos. En este momento llego la caballería, un ciclomotor prácticamente se llevo por delante a uno de los animales de la jauría. Precisamente al macho alfa de la manada, que después de recuperarse del shock de haber sido derribado, se había levantado y unido a los que daban golpes a la piñata que era Francisco. Detrás del primer ciclomotor llego un segundo municipal, una mujer policía que agarro a Francisco y lo separo del barullo de chavales. Estos, ante la llegada de los municipales habían dejado de golpearlo. – Vamos a dejarlo aquí caballero -, dijo la policía con voz autoritaria dando punto y final a la pelea. La voz firme y templada de la policía la sintió como un bálsamo para los oídos después de la tortura de los chillidos de las arpías. – ¿Está usted bien?, ¿tiene alguna lesión?-, pregunto la policía siguiendo algún tipo de manual. En la excitación del momento, Francisco no había prestado atención a los golpes. En lo primero en que reparo fue en una palpitación en la sien. Se palpo la cara y noto un dolor en pómulo. Había recibido un golpe en la nariz por la que había sangrado algo, manchándole la camisa que ahora tenía un estampado más. La policía le tomo los datos y una declaración sobre lo que había sucedido. En esto había llegado una segunda pareja de policías municipales que ahora estaban tomando declaración a los chavales. Cuando termino de contar su versión de lo sucedido, la policía le dijo, - puede ir a su médico, y si quiere, poner una denuncia -. Francisco, palpándose la nariz, se quedo pensando unos segundos y dijo - ¿denuncia?, si bueno, ya lo pensare, gracias-. Mientras se alejaba, observo cómo los policías seguían con los chavales. Libretas en mano, les tomaban los datos y se dedicaban a multarles por hacer botellón en la calle. La cosa tenía cierta justicia poética.

Cruzaba el viaducto mientras se fumaba un cigarrillo, observaba los paneles de metacrilato anti suicidas, y pensaba “mira que hay que tener ganas de tirarse por aquí”. Se le paso por la cabeza que el suicidio es el último acto egoísta. Se sentía apaleado, más que en lo físico, en el espíritu. Tenía la boca seca, muy seca. Desde la Plaza de Oriente, subió hasta Opera. Desde allí callejeando encontró una tienda de chinos donde se compro una lata de cerveza fresca. Llegó hasta la Plaza de Santo Domingo, donde antes había un aparcamiento público, ahora había un parque asentado sobre varias terrazas y escaleras para salvar el desnivel del terreno. Estaba anocheciendo y se sentó en uno de los bancos nuevos. Todo el parque era nuevo y esto le hacía sentirse mejor. Realmente se sentía tan usado ya. Un “renacuajo” correteaba a unos metros, andaba tropezándose, apenas habría aprendido a andar hacia unas pocas semanas y se aceleraba como queriendo dejar detrás esa mano invisible que le suele tirar. El padre anda apresuradamente detrás del niño, con el corazón en un puño, le dice; - Juan no corras-. Francisco mira al niño que se le acerca, un recuerdo cálido parece asomárse entre las brumas de sus pensamientos. Entonces, acompañada con su mejor sonrisa, busca la mirada cómplice del padre. Se sobrecoge al ver la transformación, la tierna mirada del padre se torna dura, una mezcla de miedo, asco, y desprecio. El padre grita: - Juan por allí no, ven-. Es ese tono tribal que indica al cachorro la presencia de un peligro. El niño se vuelve y se acerca a su padre, se aleja de Francisco. “El niño no me tiene miedo”, se dice reafirmando que, al menos a los ojos de un niño, sigue siendo una persona de confianza. A su lado una lata de cerveza ya caliente, toma un trago, deja la lata y se agarra con las dos manos al banco. Se agarra fuerte, se balancea de adelante a atrás una y otra vez. Tiene la esperanza de hacerse lo suficientemente ligero como para salir volando hacia la luna llena. Cierra los ojos, quizás para rezar. Una brisa fresca le trae esperanzas, recuerdos de las playas que no tiene Madrid. Los abre para descubrir que sigue allí. Apura su cerveza caliente, y se dice: “necesito más combustible para despegar, de Madrid al cielo, ¿no es eso lo que suelen decir?”.