¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Parafraseando a Quevedo, no he de callar, no se debe callar, por más que el miedo nos amenace.

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sábado, septiembre 29, 2007

La nueva Plaza de Santo Domingo.


Está sentado en un banco nuevo. El parque también es nuevo. Eso le hace sentirse mejor. El se siente tan usado ya. Un “renacuajo” corretea a unos metros, anda tropezándose, apenas ha debido de aprender hace unas pocas semanas y se acelera como queriendo dejar detrás esa mano invisible que le suele tirar. El padre anda apresuradamente detrás del niño, con el corazón en un puño, le dice; Juan no corras. El hombre del banco mira al niño que se le acerca, ya no recuerda si el tuvo hijos alguna vez, pero un recuerdo cálido parece asomársele entre las brumas de sus pensamientos. Entonces, acompañada con su mejor sonrisa, busca la mirada cómplice del padre. Se sobrecoge al ver la transformación inhumana, la tierna mirada del padre se torna dura, una mezcla de miedo y asco. Cuantas veces había sentido esa mirada sobre si mismo. Pero esta vez la visión del niño le había echo desactivar su escudo de invulnerabilidad, le ha hecho daño. El padre grita: “Juan por allí no, ven”. Es ese tono tribal que indica al cachorro la presencia de un peligro. El niño se vuelve y se acerca a su padre, se aleja del hombre del banco. “El niño no me tiene miedo”, se dice, la confirmación de que sigue siendo humano. A su lado una lata de cerveza ya caliente, toma un trago, deja la lata y se agarra con las dos manos al banco. Se agarra fuerte, se balancea de adelante a atrás una y otra vez. Tiene la esperanza de hacerse lo suficientemente ligero como para salir volando hacia la luna llena. Cierra los ojos, y reza al dios de la desesperación. Los abre para descubrir que sigue allí. Apura su cerveza caliente, y se dice: “necesito más combustible para despegar”.